Café Montaigne 22
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Escritores y pensadores han tenido muertes ‘absurdas’ en la plenitud de su vida y carrera. Accidentes vehiculares acabaron en un segundo con personajes de las letras tales como Karl Kraus y Albert Camus.
La muerte más lógica (por decirle de alguna manera), sin duda, es el suicidio. Se piensa, se toma la decisión, se ejecuta la acción. Fin. Acción irrepetible, claro. El suicidio como una de las bellas artes. Consideraciones de salud mental y morales a un lado. En el otro extremo, no hay nada más absurdo, trivial y anodino que morir en un antiestético, calamitoso y destructivo accidente de tránsito. Este tipo de accidentes, y debido a las máquinas que protagonizan el evento, son muy aparatosos, no dejan a nadie con vida y si aquel siniestro fue de proporciones apocalípticas, no queda de uno nada, salvo ceniza.
En honor a la verdad, nadie quiere morir y de ninguna manera. Ni por enfermedad ni por accidente ni por azar. Aunque tengamos decenas de problemas, todos deseamos vivir y no morir. Por eso cuando sucede un terrible y calamitoso accidente de tránsito, pues no hay manera de reaccionar así de rápido ante la pérdida y en un segundo, de un ser querido. El liminar anterior viene a cuento porque en esta columna y las siguientes dos, es decir, será un tríptico, abordaremos (platicaremos) en este “Café Montaigne”, de extrañas y absurdas (son accidentes caray, no sé si deletrear que es “absurdo” esto) muertes de escritores y pensadores que han sucumbido en peripecias vehiculares.
Comenzamos. En charla pasada y en esta cita sabatina de buen café y alguna dona de chocolate como complemento, le comenté brevemente de una obra intensa, cínica y mordaz como pocas, escrita por un esteta vienés (nació en Bohemia en 1874, que hoy es Gitschin, Checoslovaquia), Karl Kraus. Se le considera vienés porque su familia y apenas a los tres años de edad del niño Kraus, se trasladaría a la ciudad de Viena y allí residirían hasta la muerte (1936) del filósofo, provocador, polemista y dramaturgo.
Cuentan los biógrafos que el gran Kraus padecía de agorafobia. Aunque la tenía controlada todo el tiempo. El cruzar la calle, el sólo cruzar la calle y para este tipo de humanos excepcionales puede ser una tarea imposible, ardua, penosa. Para Kraus lo fue. De hecho, así murió. Era 1936, se cuenta que la calle, una de cientos de Viena, estaba oscura, tan oscura (la electricidad y los focos y farolas alumbrando las ciudades aún no eran generalizadas como el día de hoy las conocemos), que se convierte en una trampa letal para un peatón que padece agorafobia. El ciclista no pudo evitar atropellar al filósofo Karl Kraus. Éste muere días después de una afección cardíaca, agravada por el accidente vehicular.
Esquina-bajan
¿Es absurdo lo anterior? Pues sí y no, tanto como morir electrocutado por andar prendiendo y enchufando una inicua lámpara en Israel, como le pasó a la mexicana Rosario Castellanos (1925-1974). Es decir, es la vida misma. Fueron accidentes. Extraños y paradójicos, pero al final de cuentas, dieron muerte a mentes preclaras que en plenitud de vida, obra y carrera, perseguían derroteros altos. ¿A quién culpar de sus muertes? Pues a nadie, a la vida misma entonces. En el caso del pensador europeo, del tamaño de sus ideas era el tamaño de candela y fuego que escupía por su pluma. En su momento, tuvo para todos. Nunca dejaba títere con cabeza.
De un plumazo borró dos oficios: “El periodismo ha apestado al mundo con cierto talento; el historicismo con ninguno”. Estas eran las balas de su escopeta.
A Kraus se le considera hoy en día, cuando fue redescubierta y valorada su obra en los noventa, como uno de los grandes pensadores y escritores de la literatura alemana, junto a Robert Musil, Franz Kafka, Thomas Mann y Bertolt Brecht. Una escritora de su tiempo, Salka Viertel, lo retrata en una de sus lecturas que atiborraban los teatros de Europa: “Era un hombre frágil, de cabellos grises, encorvado, y con un hombro más alto que el otro.
Cuando empezó a hablar me asombró su fuerza y sonoridad de su voz, su magnífica dicción y su increíble vitalidad, tenía un rostro amable y bien cincelado…” Pues sí, pero el miedo de cruzar una calle puede paralizar a quien padece agorafobia. Karl Kaus la padecía y así murió, atropellado por un ciclista en las penumbras de la noche.
Extraña y absurda esta muerte, como también las fueron los siguientes decesos que glosaremos en las siguientes dos columnas sabatinas. El escritor y pensador Albert Camus lo tenía todo en enero de 1960. Tres años antes, le habían premiado con el máximo galardón de las letras universales, el Premio Nobel de Literatura.
Tenía 47 años y el mundo por delante el cual se rendía a sus pies. Pero, hubo un obstáculo en su vida: un árbol a un lado del camino en una carretera recta. El neumático de su auto, el cual él no tripulaba, se ponchó. El auto fue a partirse en tres contra un árbol y allí murió el Nobel Albert Camus. ¿Es algo absurdo, algo idiota?
Letras minúsculas
Vaya usted a saber lector, pero así también murieron Isadora Duncan, F.W. Murnau, José Carlos Becerra…