Café Montaigne 23
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Algunos escritores han decidido terminar con su vida, otros han fallecido en aparatosos y absurdos accidentes viales. Tal es el caso de Albert Camus, Pierre Curie e Isadora Duncan
¿A quién le gusta morir, saber que hoy, al levantarse, son los últimos momentos y minutos de su vida sobre la tierra, para luego llegar al limbo, a la nada? Imagino que a pocos. Muy pocos, tan pocos, que aquellos que así lo sienten, toman la decisión y se marchan. Lo escribí la columna pasada en este “Café Montaigne”: la muerte más lógica (por decirle de alguna manera), sin duda, es el suicidio. Se piensa, se toma la decisión, se ejecuta la acción. Listo. En su poema “Lady Lazarus”, la poetisa Sylvia Plath (1932-1963) escribió: “Morir es una forma de arte como cualquier otra; / es algo que yo puedo hacer excepcionalmente bien”. Y lo hizo. Se suicidó en un invierno pardo en Londres, Inglaterra. Vivía con sus dos hijos y luchaba con un tenaz resfriado suyo y de los infantes. Vivía en un departamento de poca monta, oscuro y helado. Les llevó algo de comida, leche, y los arropó. Ella bajó a la cocina, tomó un puñado de somníferos, abrió las llaves del gas y se acostó a dormir un sueño eterno. Se suicidó debido a una mortal depresión.
El otro lado de la moneda, donde uno no tiene en teoría nada qué ver, son los terribles accidentes viales, de tránsito, los cuales nos llevan en un segundo y sin avisar, al más allá. A este tipo de accidentes solemos decirles “absurdos”, incluso, “idiotas”. Pero, ¿para qué queremos tanta vida? ¿Es mucha o poca? ¿Con respecto a qué? ¿Cuánto dura la vida? ¿No es mejor, como la poetisa Sylvia Plath, tomar la decisión por mano propia y marcharnos? Una mosca vive dos semanas. Ignoro si tenga conciencia de esta felicidad o infelicidad de su existencia. Un árbol de secuoya vive al menos 2000 años. Hoy, los datos estadísticos dicen que los mexicanos vivimos en promedio 70 y tantos años. ¿Y como para qué queremos tanta vida?
Bueno, vaya, ¿75 años son muchos o pocos? Todavía, y hasta hace un siglo más o menos, la edad de un humano era intrascendente. Era aproximada siempre. Los censos federales de los vecinos estadounidenses apenas hasta 1850 en adelante empezaron a incluir en sus formularios un punto: la edad. En un ciclo de vida justo, que se haya cumplido a cabalidad, ¿es la muerte por accidente algo “natural” y no absurdo? Según Albert Camus, no. Al menos lo dejó escrito un día antes de su muerte. Todo mundo cuenta de esta ironía del destino. Va. “No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto”, dijo el Nobel de Literatura Albert Camus, un 3 de enero de 1960, al conocer la presunta muerte (aún no estaba muerto) del ciclista famoso en ese entonces, Fausto Coppi. Al día siguiente, el 4, con sólo 47 años, moriría en un espantoso accidente de auto… Albert Camus. Tres años antes, había obtenido el Premio Nobel de Literatura. Caray, sin duda, la muerte es, entonces, “idiota”.
ESQUINA BAJAN
Camus ni siquiera iba manejando el auto al cual se le ponchó el neumático en plena carretera recta. Se impactó contra un árbol. Iba manejando Michel Gallimard, su editor y amigo. Atrás iban la esposa del editor y su hija. Gallimard fue trasladado grave a un hospital. Camus murió todo martirizado y prensado (las crónicas de la época hablan de que tardaron horas, mucho tiempo en rescatar el cadáver del escritor del auto siniestrado) y la señora e hija del editor sufrieron sólo contusiones sin mayor daño. ¿Destino? ¿La muerte es siempre absurda? Dé un sorbo a su café y lea.
Comentamos la vez anterior que el filósofo Karl Kraus murió cuando un ciclista lo atropelló en una oscura calle de Viena. El crítico padecía de agorafobia. Cruzar una calle era tan temido y penoso como para un vegetariano dar cuenta de un bistec. El que fuese atropellado le vino a detonar un viejo padecimiento cardiaco que lo llevó a la tumba. Cuando no nos encontramos de frente con un auto, un árbol o un ciclista, no topamos con… un coche tirado por caballos. El 19 de abril de 1906 el científico Pierre Curie, esposo de Marie Curie, quienes ganaron un Premio Nobel, murió atropellado por un coche de caballos, camino a su laboratorio.
Bien escribió en sus ensayos portentosos Michel de Montaigne que “El perpetuo trabajo de la vida es elaborar los fundamentos de la muerte”. Pues sí, pero nadie quiere morir, esta es la cuestión. Y cuando se muere en un accidente de tránsito, por ejemplo, decimos inmediatamente que fue algo “idiota”, “absurdo”. ¿En verdad lo es? Todo mundo sabe cómo murió la gran Isadora Duncan. En una noche del 14 de septiembre de 1927, en Niza, Francia, vaporosa la Duncan, de 49 años, paseaba con una estola de seda anudada a su níveo cuello. La larga estola se fue a enrollar en la rueda de un auto que pasaba raudo y veloz y allá se fue ella arrastrada por el auto y la estola. Fue tirada varias decenas de metros después la señora. Murió estrangulada ¿por su estola, por su vanidad, por el auto, por su indolencia…? ¿Es una muerte absurda? ¿Qué es entonces una buena y lógica muerte?
LETRAS MINÚSCULAS
El genio de la arquitectura, Antoni Gaudí, murió atropellado por un tranvía…