Democracia pobre, pero con políticos ‘ricos’
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Uno de los aspectos que mayor disgusto provoca entre los ciudadanos es el relativo a los altos ingresos que los funcionarios públicos tienen, con cargo a nuestros impuestos, desde luego.
A partir de este señalamiento, cierto sin duda, fácilmente germina entre la población la idea de que el verdadero interés de quienes participan en los procesos electorales realmente está vinculado al hecho de mantener sus ingresos y no necesariamente de servirle al pueblo.
Los datos duros de quienes hoy aspiran a gobernar Coahuila parecieran confirmar la hipótesis: con la excepción del candidato del PT, las declaraciones patrimoniales de los demás candidatos los ubican como individuos de altos ingresos.
No se trata, por supuesto, de señalar que sus ingresos personales y/o familiares constituyan una irregularidad, pero los números parecieran demostrar que la política “no es para pobres”, sino una actividad reservada para quienes han tenido “éxito” en la vida.
Y es que más allá de si los ingresos que los aspirantes a la Gubernatura de Coahuila han reportado –a través de las declaraciones patrimoniales que han hecho públicas– provienen del erario o de negocios particulares, lo que queda claro es que todos ellos se encuentran lejos de la “honrada medianía” que Juárez señaló como la posición deseable para quien se desempeña en el servicio público.
Por lo demás, también debe insistirse en un argumento que ha sido esgrimido en múltiples ocasiones: el problema en realidad no es cuánto dinero reciben nuestros servidores públicos como contraprestación por “sus servicios”, sino el hecho de que los salarios difícilmente se corresponden con los beneficios que su actividad reporta a los ciudadanos.
En términos de efectividad, la nuestra es una democracia pobre, entendida tal pobreza como una escasez de resultados de los cuales los ciudadanos podamos sentirnos satisfechos: tenemos un pobre sistema educativo, un pobre sistema de salud y, sobre todo, tenemos una pobrísima eficacia en el combate a la corrupción y la impunidad.
Por ello, los ingresos de nuestros políticos –y de quienes, sin serlo, aspiran a gobernarnos– resaltan aún más y se convierten en elementos que difícilmente conducen a otro terreno que no sea el del cuestionamiento y el de la duda.
Si a eso se le agregan las acusaciones mutuas que entre los propios candidatos se arrojan, señalándose como partícipes de la corrupción gubernamental que nos inunda, la mesa está servida para que los electores no sintamos mayor entusiasmo por participar en los procesos de renovación del poder.
Porque lo deseable no es que la pobreza económica sea un requisito para aspirar a un cargo público, sino que los elementos a la vista de todos no sirvan para sospechar que la opulencia de quienes aspiran a gobernarnos sólo se explique a partir de su incursión o sus nexos con la actividad pública.