Aromas y recuerdos inolvidables
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¿Qué aroma se desprende de los pueblos? De las ciudades, de sus grandes avenidas o sus evocadores rincones, de sus pasillos, de las luces y sus sombras.
Hay poblaciones, como Oaxaca, donde el olor es de barro húmedo. Se presiente el petricor apenas entra uno en contacto con el aire puro de este conjunto de pueblos. En lo más alto de la sierra, las tormentas forman mantos de tela verde en laderas y valles. Los árboles ofrecen con generosidad plena sus frutos, en medio de una fragante atmósfera de frescura.
En Veracruz, en cambio, los olores me parecieron cambiantes de ciudad a ciudad: en Xalapa es poderoso el de la lama. La humedad penetra de forma distinta a como lo hace en Oaxaca. En la parte de la sierra que alguna vez tuve la fortuna de visitar, Llano Laguna o Tiltepec, hay días soleados que dan tregua a intensas jornadas de tormenta. Mientras que en Xalapa la humedad se impregna hasta en cada poro todo, todo, el tiempo. Igual ocurre en el encantador Xico, donde la neblina cubre hasta los pedazos del alma.
En el puerto de Veracruz, en cambio, el aroma a sal es igual que en Tecolutla: ahí se saborea con el sentido del gusto, mientras el del café, proveniente del café La Parroquia, bien metido en el recuerdo, flota suavemente en el ambiente.
En la Ciudad de México se confluyen aromas que igual toman prestado de Oaxaca, como de Veracruz: si se encuentra uno en el bosque de Chapultepec o pasamos por Coyoacán en días de mayo, hemos de acercarnos a los aromas de uno y otro gracias a la fresca brisa del Lago y a las cercanías de la Fuente de los Coyotes, en Coyoacán. Recuerdos de una tarde entrañable en esta emblemática población.
El inolvidable para siempre restaurante Rosalía y la churrería El Moro, en cambio, van a prodigar distintos aromas; en el primero, avisa al transeúnte del azafrán de la paella, y la segunda, del calor del pan, con chocolate, cajeta o guayaba. Ah, mi madre, en ambos sitios de recogimiento.
También en la Ciudad de México, otro aroma se hermana con otras ciudades: el que proviene de la Basílica de Guadalupe lo encontraremos en las iglesias de Zacatecas, San Luis Potosí y nuestro mismo Saltillo; ese aroma inconfundible a flores y agua bendita: lo mismo en las grandes iglesias que en las capillas más humildes y muy auténticas.
Tratemos de omitir aquí, por un momento, los olores provenientes
del smog, que tanto se pronuncian en ciertos momentos del día. Y concentrémonos mejor en un aroma especial que inunda esta querida ciudad de Saltillo en horas determinadas: transitando por el centro, en la calle Allende, surge una espiral de humo que lleva dentro restos de café tostado.
Forma parte de los aromas que se desprenden en nuestra ciudad, que le son característicos, formando parte de su esencia. Este aroma invita a la comunión de espíritus cuando uno piensa además en el hermoso significado de rodearse de amigos en torno a una taza de café.
Es un aroma que lleva décadas produciéndose en el mismo lugar, el del Café Oso, y que, como las campanas de Catedral, le dan singularidad a esta parte del centro.
Cada población lleva en sus entrañas un aroma definido, y es este uno de los más bellos y emblemáticos de Saltillo. Así, Oaxaca con su barro; el puerto de Veracruz y Tecolutla, ese sabor a sal; México, en mi memoria, el dulzor de la paella y los churros de chocolate; así, igualmente el inconfundible de los mariscos en un bello restaurante de Coyoacán.
Hacen más especiales los aromas, y evocadores, aquellas personas
con las que compartimos el pan y la sal. Va esta colaboración en recuerdo de cada una de ellas.